El veraneo de Cervantes

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Empecé sin proponérmelo, un poco por casualidad, y unas semanas más tarde estoy completamente y felizmente perdido en Cervantes. Como tengo vacaciones en el periódico desde esta semana y he suprimido cualquier rastro de obligación literaria o laboral, mi único oficio es leer y releer. Empecé el prólogo del Quijote y ya voy por más de la mitad de la segunda parte. Como en el Quijote siempre es verano parece que el verano es la mejor época para leerlo. Sabía, desde luego, que iba a gustarme. No sabía que iba a gustarme más que nunca. El Quijote y En busca del tiempo perdido creo que son las dos novelas que mejor conozco. Forman parte de mi vida y de mi manera de mirar y de escribir. Pero el Quijote, siendo más breve, la he leído muchas más veces. Tanta sabiduría sobre la vida, tanta hondura y tanta guasa, tanta tristeza de fondo, según avanza el libro, cuando a don Quijote parece que se le transmite el cansancio de la edad de su autor. Hay un momento que estremece en la segunda parte, después de una nueva aventura frustrada, cuando dice don Quijote: “Yo ya no puedo más”.

Me sumerjo y me recreo y me colmo en Cervantes como un abejorro en una flor llena de polen: me enharino, me ambadurno. Leo “El pensamiento de Cervantes”, de Américo Castro, que probablemente es el primer libro español que le hizo justicia. Leo Rinconete y Cortadillo y me asombra ese conocimiento desbordado de la gente del hampa en Sevilla, esa disposición cordial a fijarse en todas las hablas, a considerar cada vida desde el punto de vista de quien la vive. En El licenciado Vidriera resplandece todo el amor de Cervantes por la Italia de su juventud. Solo en Montaigne hay una cordialidad semejante hacia el mundo, un interés tan curioso por todas las experiencias, por todas las complejidades de los seres humanos. Pero ni Montaigne ni casi ningún otro escritor tuvo la oportunidad de conocer de primera mano tantas facetas del mundo, tantos avatares de exaltación y desdicha. Ayer estuve en el Prado con Miguel y Lara, porque Miguel quería repetir con ella esa costumbre nuestra antigua de pasear por el museo mirando cuadros y charlando sobre ellos. Delante de Las meninas, y de los enanos y bufones, me acordé inmediatamente de la mirada de Cervantes.